jueves, 20 de septiembre de 2012

Platos


Platos
Levanta los platos sucios con restos de la cena  y siente de pronto un cansancio enorme, algo que nunca había sentido. Tiene el impulso de decirle a La Señora que se va a dormir, que limpia mañana. Pero no puede.  Desde la sala de estar llega la voz del Señor pidiendo su café. Los demás quieren té con canela; ¡té con canela!  Hace veinte años que lo prepara, y más de una vez ha tenido que tomarlo cuando La Señora la invita a sentarse en el sillón.
-Vení Martita, prepará un té, nos sentamos a descansar un rato y vemos la novela.
-Y esta ¿de qué va a descansar?, piensa Marta.
¡Y claro que quería ver la novela!  Sola en su cuarto, en la cama,  y quizás tocarse, sentir un poco de placer, aflojar el cuerpo. 
Emilia entra a la cocina y desde su pequeña altura observa a Marta con fijeza. Nunca la había visto tan quieta. La mujer no dice nada.  La niña abre la heladera, busca su postre, saca una cuchara y se va.
Por los restos de comida, Marta reconoce de quién es cada plato. El arroz intacto, La Señora, porque estriñe. Marta, por suerte, no tiene ese problema. La cebolla amontonadita en el costado, Emilia. El plato pelado y brillante, Pablo, come mucho de lo que  sea. La carne apenas  mordisqueada,  Amalia, ¡quiere ser vegetariana! Salvo a la siesta, cuando Marta la encuentra comiendo un sándwich de bondiola. Pequeños restos esparcidos por todo el plato, El Señor, debe tener miedo de que lo envenenen, porque desmenuza toda la comida y después come dos bocados.
Marta mira sus manos, los dedos gruesos, las venas marcadas y la mirada se le escapa.
-Qué raro, piensa y un ojo se le mueve sin control. El párpado cae y oscurece la mitad de lo que ve.
-¿Qué me pasa?,  se pregunta en voz alta.
Pero lo que escucha es un ruido extraño que en nada se parece al sonido de sus palabras. El cuerpo de Marta cae al piso suavemente, como si resbalara. Y las manos son las últimas en ceder, por eso los platos no se rompen, y quedan apilados encima de su vientre. El otro ojo mira fijo una  esquina del techo, la boca abierta mana una baba espesa que corre por su cuello.
-¿Qué me pasa?, y Marta se hace esta pregunta desde un lugar de ella tan profundo que se asombra de lo inmensa que puede ser una persona por dentro.
El tiempo ha cambiado de forma, es una esfera que se mueve en todas direcciones y ella adentro suspendida, quieta.
Desde la profundidad escucha voces, gritos, alguien se interpone en la diagonal de su mirada, ¿una niña?
Los de la ambulancia levantan a Marta, la colocan en una camilla y parten a toda velocidad hacia el hospital. Le dicen que no se preocupe, que se va a mejorar. Ella casi no oye. Ella sueña con una niña de manos delgadas y oscuras, que corre y juega,  dibujando sombras en el viento.

 Septiembre de 2009

Dulces Sueños


     Dulces Sueños 
Tomar agua es saludable, tomar mucha agua es aún mejor. Esto pienso cada vez que Juana me pide algo de tomar y lo vuelvo a pensar cuando a la noche partimos a la cama con las infaltables botellas de litro y cuarto  llenas hasta el tope. La vejiga es un fuego, me levanto y voy al baño. Son las tres de la mañana y Juana, sentada en el inodoro me mira con ojitos de sueño. No aguanto más. Le pregunto si falta mucho y ella con un gesto me dice que sí…sssshhhhhh cluc cluc cluc ssshhhhhh….cluc cluc cluc  caen las últimas gotitas y desesperada ocupo su lugar ¡ayyy! Qué alivio. A las seis se repite el encuentro, como todas las noches desde hace varios meses. Es la rutina del agua, del baño y del pis. Aparte de agua ella pide comida. Todo el tiempo tiene hambre, un hambre feroz. Termina, repite y pide más. Basta Juanita, dos veces es suficiente; protesta bajito y se levanta enojada. Qué raro que coma tanto y esté cada vez más flaca. Pienso que debe ser el metabolismo y me olvido. Pero el olvido se acaba en la siguiente comida y vuelvo a pensar y a olvidar. Pateo los pensamientos a un costado de la mente y sigo. Má, ¿podés hacerme unos masajitos en la espalda? Má, ¿me hacés masajes en los pies? Cuando puedas me hacés unos toquecitos  en la cintura…sí, así… un poquito más arriba ¡ayy qué lindo! ¿Te pasó el dolor? Un poco. Sé que no es verdad, el dolor sigue pero no quiere preocuparme. ¡Son dolores del crecimiento! ¡Es la mochila del colegio que tiene mucho peso! ¡Esta nena está toda contracturada! Hay que llevarla a fisioterapia. Tomo cada vez más agua, tomo agua sin sed por desesperación. Si Juana toma mucho y yo también, entonces tomar tanta agua es normal. Pero me quedan el dolor y el hambre… ¿Y qué hago con eso? Me voy a la cama preocupadísima. Recién después del anti-inflamatorio y una hora de masajes logro que Juanita se duerma. Le doy un beso y pienso que eso no es normal, un niño no puede tener tanto dolor todo el tiempo. Algo no está bien. Cada vez que vamos al médico insisto. Sí doctor, Juanita come muy bien, demasiado bien, es la que más come en la familia. Ja ja, reímos todos. ¿Agua? Puf… litros. Sí, entiendo, es buenísimo. Yo también tomo. Y ya que estamos doctor le hago una preguntita ¿Por qué esta nena tiene tantos dolores en el cuerpo?… Nada. Septiembre, flores y polen por todos lados. Un estornudo tras otro me llevan a mi alergista. Él  me conoce de hace un tiempo y nota enseguida mi preocupación cuando, mientras nos despedimos, le comento los dolores de Juana. Traela que la veo, dice y eso me entusiasma. Las consultas son varias. Idas y venidas, análisis y preguntas. Octubre, los análisis dan bastante bien salvo uno que hay que repetir. El doctor escribe con su letra de médico el pedido del laboratorio entonces aprovecho y  le cuento de la rutina del agua, del baño y el pis. Inmediatamente él deja de escribir y nos hace una pregunta ¿Cuánto es mucha agua? En ese momento el tiempo se detiene, se congela justo antes de la respuesta que cambia nuestras vidas para siempre. Qué maravilla, casi mágico que una pregunta tan simple guarde tanta verdad.  Diez litros doctor, más o menos toma diez litros por día. De pronto una palabra. Diabetes. Ni siquiera conozco esa enfermedad pero… bum… golpea en mi cabeza. Viernes. Dejo a Juana en el colegio y voy a la cita con la endocrinóloga que va a leer el resultado de los  análisis. Por suerte Cande viene conmigo, mi hija mayor es un espejo maravilloso en el que me puedo mirar. Diabetes… bum bum… la doctora me habla y dice que todo va a estar bien y yo le digo que sí que entiendo....bum bum bum… debut diabético. Internación. La mano de Cande en mi espalda y de pronto no sé cómo estoy llorando. Estaciono el auto a la vuelta del colegio, son las cinco y cuarenta y cinco. Faltan diez minutos para la salida ¿Cómo le voy a decir que está enferma? ¡Qué la tienen que internar! No encuentro las palabras, las manos me tiemblan  los minutos pasan. Suena el timbre y los chicos forman. Las canillas flacas y la espalda agobiada por la mochila la distinguen.  Me mira desde la fila y me saluda haciendo un gesto con la mano, le sonrío y le devuelvo el saludo con un beso en el aire. En el auto ella me mira con ojos sorprendidos mientras le digo que el resultado del análisis que estábamos esperando confirmó la diabetes. Casi no llora. Me abraza fuerte y yo le prometo que va a estar bien. Hospital, la insulina irrumpe como torbellino en las células hambrientas. Má, ya no me duele el cuerpo, me siento muy bien. Ella se va relajando, con suavidad le quito del rostro un mechón de pelo que desparramado en la almohada forma un remolino. Suspira y se duerme. Hace mucho tiempo no la veía dormir tan serena, no puedo dejar de mirarla. La noche corre y a mí alrededor la terapia neonatal, presagio de un nacimiento, da a luz la diabetes de Juana. Como una orquesta suena la música que producen los fuelles de los respiradores, las alarmas de las bombas infusoras, el goteo de los sueros y la voz de una enfermera  que canta para un niño que llora. En medio de las notas, como un silencio, el pensamiento sólo la contiene a ella. Me sumerjo profundo en mi cavidad interior y busco la puerta que me permita salir de la angustia y el dolor. Desde mi silla la veo dormir rodeada de aparatos y sondas. Estiro la mano para tomar la de ella y parece que estuviera a kilómetros de distancia, entonces me levanto y atravieso el umbral que nos separa. Acerco con cuidado su mano a mi cara e inhalo profundo y a través  de las cánulas que penetran su piel, llega hasta mí el olor de la insulina. En ese momento descubro que hay dos formas de tener diabetes, una en el cuerpo como la que tiene mi hija y otra en el alma como la que tengo yo.
 Julio de 2012