Dulces
Sueños
Tomar agua es saludable, tomar mucha agua es
aún mejor. Esto pienso cada vez que Juana me pide algo de tomar y lo vuelvo a
pensar cuando a la noche partimos a la cama con las infaltables botellas de
litro y cuarto llenas hasta el tope. La
vejiga es un fuego, me levanto y voy al baño. Son las tres de la mañana y Juana,
sentada en el inodoro me mira con ojitos de sueño. No aguanto más. Le pregunto
si falta mucho y ella con un gesto me dice que sí…sssshhhhhh cluc cluc cluc
ssshhhhhh….cluc cluc cluc caen las
últimas gotitas y desesperada ocupo su lugar ¡ayyy! Qué alivio. A las seis se
repite el encuentro, como todas las noches desde hace varios meses. Es la
rutina del agua, del baño y del pis. Aparte de agua ella pide comida. Todo el
tiempo tiene hambre, un hambre feroz. Termina, repite y pide más. Basta
Juanita, dos veces es suficiente; protesta bajito y se levanta enojada. Qué
raro que coma tanto y esté cada vez más flaca. Pienso que debe ser el
metabolismo y me olvido. Pero el olvido se acaba en la siguiente comida y
vuelvo a pensar y a olvidar. Pateo los pensamientos a un costado de la mente y
sigo. Má, ¿podés hacerme unos masajitos en la espalda? Má, ¿me hacés masajes en
los pies? Cuando puedas me hacés unos toquecitos en la cintura…sí, así… un poquito más arriba
¡ayy qué lindo! ¿Te pasó el dolor? Un poco. Sé que no es verdad, el dolor sigue
pero no quiere preocuparme. ¡Son dolores del crecimiento! ¡Es la mochila del
colegio que tiene mucho peso! ¡Esta nena está toda contracturada! Hay que
llevarla a fisioterapia. Tomo cada vez más agua, tomo agua sin sed por
desesperación. Si Juana toma mucho y yo también, entonces tomar tanta agua es
normal. Pero me quedan el dolor y el hambre… ¿Y qué hago con eso? Me voy a la
cama preocupadísima. Recién después del anti-inflamatorio y una hora de masajes
logro que Juanita se duerma. Le doy un beso y pienso que eso no es normal, un
niño no puede tener tanto dolor todo el tiempo. Algo no está bien. Cada vez que
vamos al médico insisto. Sí doctor, Juanita come muy bien, demasiado bien, es
la que más come en la familia. Ja ja, reímos todos. ¿Agua? Puf… litros. Sí,
entiendo, es buenísimo. Yo también tomo. Y ya que estamos doctor le hago una
preguntita ¿Por qué esta nena tiene tantos dolores en el cuerpo?… Nada.
Septiembre, flores y polen por todos lados. Un estornudo tras otro me llevan a
mi alergista. Él me conoce de hace un
tiempo y nota enseguida mi preocupación cuando, mientras nos despedimos, le
comento los dolores de Juana. Traela que la veo, dice y eso me entusiasma. Las
consultas son varias. Idas y venidas, análisis y preguntas. Octubre, los
análisis dan bastante bien salvo uno que hay que repetir. El doctor escribe con
su letra de médico el pedido del laboratorio entonces aprovecho y le cuento de la rutina del agua, del baño y
el pis. Inmediatamente él deja de escribir y nos hace una pregunta ¿Cuánto es
mucha agua? En ese momento el tiempo se detiene, se congela justo antes de la
respuesta que cambia nuestras vidas para siempre. Qué maravilla, casi mágico
que una pregunta tan simple guarde tanta verdad. Diez litros doctor, más o menos toma diez
litros por día. De pronto una palabra. Diabetes. Ni siquiera conozco esa
enfermedad pero… bum… golpea en mi cabeza. Viernes. Dejo a Juana en el colegio
y voy a la cita con la endocrinóloga que va a leer el resultado de los análisis. Por suerte Cande viene conmigo, mi
hija mayor es un espejo maravilloso en el que me puedo mirar. Diabetes… bum
bum… la doctora me habla y dice que todo va a estar bien y yo le digo que sí
que entiendo....bum bum bum… debut diabético. Internación. La mano de Cande en
mi espalda y de pronto no sé cómo estoy llorando. Estaciono el auto a la vuelta
del colegio, son las cinco y cuarenta y cinco. Faltan diez minutos para la
salida ¿Cómo le voy a decir que está enferma? ¡Qué la tienen que internar! No encuentro las
palabras, las manos me tiemblan los
minutos pasan. Suena el timbre y los chicos forman. Las canillas flacas y la
espalda agobiada por la mochila la distinguen.
Me mira desde la fila y me saluda haciendo un gesto con la mano, le
sonrío y le devuelvo el saludo con un beso en el aire. En el auto ella me mira
con ojos sorprendidos mientras le digo que el resultado del análisis que
estábamos esperando confirmó la diabetes. Casi no llora. Me abraza fuerte y yo
le prometo que va a estar bien. Hospital, la insulina irrumpe como torbellino
en las células hambrientas. Má, ya no me duele el cuerpo, me siento muy bien.
Ella se va relajando, con suavidad le quito del rostro un mechón de pelo que
desparramado en la almohada forma un remolino. Suspira y se duerme. Hace mucho tiempo
no la veía dormir tan serena, no puedo dejar de mirarla. La noche corre y a mí
alrededor la terapia neonatal, presagio de un nacimiento, da a luz la diabetes
de Juana. Como una orquesta suena la música que producen los fuelles de los
respiradores, las alarmas de las bombas infusoras, el goteo de los sueros y la
voz de una enfermera que canta para un
niño que llora. En medio de las notas, como un silencio, el pensamiento sólo la
contiene a ella. Me sumerjo profundo en mi cavidad interior y busco la puerta
que me permita salir de la angustia y el dolor. Desde mi silla la veo dormir
rodeada de aparatos y sondas. Estiro la mano para tomar la de ella y parece que
estuviera a kilómetros de distancia, entonces me levanto y atravieso el umbral
que nos separa. Acerco con cuidado su mano a mi cara e inhalo profundo y a través de las cánulas que penetran su piel, llega
hasta mí el olor de la insulina. En ese momento descubro que hay dos formas de
tener diabetes, una en el cuerpo como la que tiene mi hija y otra en el alma
como la que tengo yo.
Julio de 2012
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